sábado, 31 de mayo de 2008

EROS Y THANATOS

LECTURA PARA ANÁLISIS NOTICIOSO 9°
EROS Y THANATOS

Los términos griegos para denominar la muerte –Thánatos- y la vida –Eros- son los mismos que entran en dilema cuando se analiza desde la ética no tanto la vida y la muerte en sí mismos, sino la forma en cada una de ellas se efectúa. No es lo mismo vivir y morir con dignidad que vivir o morir sin ésta, a ello nos dedicaremos en este análisis.

PRIMERA PARTE: APOLOGÍA DE LA MUERTE ASISTIDA

Cuando hemos estado a los pies de la cama de una persona amada que agoniza de mala manera, que sufre con los dolores en la espalda, en las piernas y en la cadera por la enferme­dad tan prolongada, con los espasmos, los ahogos, la irritación en la piel, el mareo y la debilidad permanente, las ganas de comer y no poder hacerlo, y vemos ese deterioro progresivo que lo va convirtiendo en otro ser, en otra persona distinta de la que conocía­mos, nos preguntamos entonces por qué la medicina no contempla para ciertos casos especiales la posibilidad de una muerte rápida y sin dolores atroces. En casos así, extremos, ter­minales, donde el paciente no tiene re­torno y donde se sabe que sus últimos días serán un infierno de desespera­ción y sufrimiento, debería permitir­se una muerte asistida.

Muchas veces me he preguntado por qué somos más caritativos y bondadosos con los animales que con las personas. Cuando un caballo tiene una lesión grave y definitiva en una finca, se sacrifica para evi­tarle una agonía atroz. Cuando un perro está en una situación desespe­rada y sabemos que va a morir en medio de dolores y ataques infernales, no lo dejamos sufrir inútilmen­te, lo llevamos a una veterinaria y le ponemos una inyección en un últi­mo gesto de cariño. Creo que a nadie se le ocurriría pensar que amar a su animal significa dejarlo chillando de dolor en un rincón de la casa. No. Sabemos que el verdadero afecto es aquel que no deja sufrir a quienes amamos.

Entonces, si entendemos esto con facilidad en el caso de un potro, un perro o un ga­to, ¿por qué cuando se trata de personas empieza a funcionar toda una maquinaria de falso humanismo y moralidad mal entendida? Conozco de memoria los argumentos de médi­cos y sacerdotes: que la vida la da Dios y sólo Él puede suprimirla, que es sagrada, que no se estudia medici­na para matar sino para salvar, y afir­maciones por el estilo.

Pero lo que no parecen entender estas personas es que estar botado en una cama durante meses, atrave­sado por dolores en todo el cuerpo, lleno de llagas, con la piel pegada a los huesos, sin poder comer, sin ha­blar, sin poder salir a ver la luz del Sol, sin disfrutar, sin poder reír, sin poder volver a hacer el amor nunca más, invadiendo la habitación con humores agrios y desagradables, contemplando todos los días las mis­mas paredes, levantándose a las ho­ras de la madrugada con la respira­ción entrecortada y la cabeza a pun­to de estallar, conectado al oxígeno y con agujas metidas todo el tiempo en las venas de los brazos y del cuello, estar así, digo, ya no es vida.

Lo que defienden los mé­dicos y los sacerdotes no es la vida, sino un estado mi­serable en el que los mejo­res dones y las mayores ale­grías ya no se pueden disfrutar. Lo que defienden es­tos aparentes moralistas es el sufri­miento, la pena, la mortificación, el martirio y la tortura.

Por eso entiendo perfectamente que un vitalista como Hemingway, al final de sus días, enfermo y aniquilado por tratamientos psiquiátricos in­humanos, haya sacado su escopeta de cazar elefantes y se haya volado la ca­beza en Idaho en 1961. Por eso entien­do que un vitalista como el filósofo Gi­lles Deleuze se haya arrancado los tu­bos y las jeringas que lo tenían pos­trado en una cama y se haya lanzado por la ventana de su apartamento en París. Porque un vitalista defiende la vida a toda costa, la Vida con mayús­cula, no un estado denigrante y ab­yecto de una existencia cualquiera.

Si algún día llego a estar en una situación semejante, espero que és­ta, mi ciudad, me brinde un rincón donde alguien que de verdad me ha­ya amado con hondura, me permita partir dignamente.

MARIO MENDOZA

SEGUNDA PARTE: LA MUERTE POR DIGNIDAD LA MUERTE SIN DIGNIDAD.
Estos dos son fenómenos modernos sobre los que no se reflexiona lo suficiente y a los que, por lo tanto, nos enfrentamos más con los intestinos que con la cabeza.
Por un lado, los avances técnicos han provocado que seamos más conscientes de que la muerte puede llegar por sorpresa de forma masiva. Los medios nos muestran casi a diario imágenes de catástrofes en las que ciudades enteras son destruidas de un día para otro. Por otro lado, esos avances también han hecho que ahora sea normal conocer la propia muerte -y la de los seres queridos- con meses de antelación. La muerte ya no es un accidente, sino un punto establecido con trágica antelación.

Ahora bien, cuando la muerte anticipada se trata de la eutanasia hablamos de un hecho de vida-muerte realizado con la mediación sentimental de la dignificación del ser moribundo, hecho que le otorga un carácter humanitario a dicha decisión. Desde este punto de vista la ética tendría una posición, si bien susceptible de controversia, clara en relación con las causas: la dignidad siempre será un principio que direccione las decisiones de los hombres desde un punto de vista ético. De allí que disponer de la vida del otro o de su muerte de manera consensuada constituirá un acto de plena racionalidad ante el dolor del otro.

Pero qué pasa cuando se dispone de la vida del otro sin la mediación de la dignidad antes descrita. Cuando por dar preponderancia a otros elementos no humanitarios, se opta por la muerte de alguien en aras de conseguir dicho propósito. Es en este caso cuando se opta por la razón epistemológica propuesta por Rousseau “el fin justifica los medios”, donde el medio es la muerte para el fin que en la mayoría de los casos tiene que ver con capital.

TERCERA PARTE: LA MEDIACIÓN DE LA MUERTE, EL CINISMO DE LOS HOMBRES.

Algunas personas, sobre todo en la modernidad han tenido una tendencia que aquí llamamos cínica a acostumbrarse a la muerte, y en un siglo donde lo “común” se ha vuelto “normal”, ya ni siquiera constituye un pecado hablar de la muerte como una cifra más en las noticias, semejante al precio del barril de petróleo o el alza de la canasta familiar, y en algunos casos menos importante que los índices de venta de algún que otro disco de un cantante famoso. Es así que aquellos que manejan el negocio de la muerte han encontrado un escenario de enriquecimiento y casi inequívoco olvido de parte del resto de la humanidad. Olvido que tiene varias razones: “no tiene que ver conmigo”, “considerar que algunos merecen morir”, “simple ignorancia ante la realidad de los hechos”, entre otras razones que aquí se podrían esgrimir. Ahora bien, no se sabe quién es más cínico, si aquel que mata descaradamente por afanes económicos personales, o aquellos que cínicamente no hacemos nada al respecto, claro hasta el día que nos toca en carne propia, y es allí cuando pensamos con rabia: “por qué nadie hace nada”.

Pues bien, frente al cinismo de unos y de otros la muerte se ha convertido en una forma muy lucrativa de generar productividad, y como decíamos anteriormente, el olvido de la dignidad de las personas ha hecho pensar a muchos en ésta, como a vía más fácil de sacar dividendos, no importa si ello implica el dolor de pueblos enteros. De allí que fenómenos como el desplazamiento, la prostitución, la indigencia, las masacres, entre otros que implican la muerte lenta o rápida de los individuos sea producto de alguien que pensó que podía sacar dinero generando una muerte por comisión u omisión.